París, 28 sep (EFE).- Cortan, tallan, hilvanan, cosen, bordan e incrustan delicados materiales en los vestidos más codiciados del mundo, y todo esto lo hacen alejadas del renombre, el glamur y la fascinación que encierra la alta costura: son las modistas de París.
“Les petites mains”, las costureras que confeccionan a mano la exclusiva moda francesa, llevan trabajando desde el siglo XVII entre las bambalinas de las firmas más prestigiosas, que protegen con recelo el espectáculo artístico del que se apoderan sus talleres en la temporada de desfiles, como la de “prêt-à-porter” que ahora vive la capital gala.
Aunque muchas veces los focos de las pasarelas eclipsa la labor de estas “manitas” (traducción literal de “petites mains”), en su mayoría mujeres de entre veinte y cincuenta años, son precisamente ellas las que elaboran las piezas personalizadas y exclusivas de la alta costura, que pueden conllevar hasta 150 pasos y sobrepasar las 300 horas de trabajo.
Su estatus de “costurera-sastre” implica saber realizar un “modelo completo o parte de él, manualmente”. No obstante, casi todos los talleres están estructurados jerárquicamente y divididos por funciones.
La oficiala de primera o “première” tiene por misión interpretar los bocetos sobre papel del diseñador y crear un patrón en algodón, del que la “seconde” coordina la fabricación ya en el tejido final, que a su vez corre a cargo de las modistas y asistentes que hilvanan, arman las telas, hacen remates o incrustan elementos como plumas, flores y lentejuelas.
Sin embargo, no todas las casas de alta costura se rigen por las mismas pautas, como es el caso del diseñador francés Eric Tibusch, que cuenta cómo él mismo gestiona su taller, del que es el “único e indiscutible ‘premier main’”.
“Estoy orgulloso de ser de esos diseñadores que saben coserlo todo. La muerte de muchas marcas es el despilfarro. Los creadores no están nunca y no pueden verificar lo que hacen sus empleados; por eso, muchas veces tienen que desechar una pieza que está hecha con materiales carísimos”, declaró a Efe Tibusch.
Este modisto, que inauguró su propia línea después de trabajar durante ocho años bajo las órdenes de Jean Paul Gaultier, cuenta que un buen taller funciona con “la pasión y las muchas heridas de aguja” que colman los dedos de sus cinco empleados fijos, que se convierten en 25 en el período de desfiles.
Lo mismo ocurre en las entretelas del “atelier” Gustavo Lins, donde habitualmente trabajan siete personas, que se complementan con hasta trece sastres más cuando se acerca la semana de la moda y los talleres “se transforman en una babel donde el saber hacer brasileño y francés se combina con el italiano, turco, marroquí o japonés”, evoca el diseñador que da nombre a la marca.
El proceso de creación también varía de una firma a otra; por ejemplo, el modisto venezolano Óscar Carvallo explica que prefiere probar la “toile” -el patrón en algodón que confecciona la oficiala de primera- sobre el cuerpo de una modelo que en un maniquí de la talla 36 o 38, como dice que suele hacerse.
“Necesito ver el movimiento y el carácter de la modelo para decidir si hemos fabricado una buena pieza o no”, señaló Carvallo.
Si todo está acoplado, igualado y entallado y el figurín o la mujer de carne y hueso están perfectos, el diseñador da el pistoletazo de salida y su equipo se dispone, tijeras, dedales y agujas en mano, a cortar, armar e hilvanar el vestido.
No obstante, no es hasta la segunda prueba cuando se empieza a coser minuciosamente la pieza, y, por supuesto, siempre se hace a mano, incluso los bajos u ojales, ya que esto es precisamente lo que diferencia la alta costura del “pret-à-porter”, que se elabora a máquina y no está hecho a medida.
“Para crear una colección de cuarenta piezas tardamos entre cuatro y cinco meses”, comentó Carvallo, que en la anterior Semana de la Moda parisina presentó su segunda colección de costura bajo el nombre de “Eagle Eye”.
Según los estatutos que rigen las “maisons” de la alta costura francesa, establecidos en 1945, cada creador debe presentar anualmente dos colecciones de al menos cuarenta vestidos cada una; es decir, una para la temporada primavera-verano, y otra para otoño-invierno.
Y es en estos momentos, en pleno periodo de desfiles, cuando los nervios se apoderan de los talleres: “Una vez tuvimos que rehacer todo un vestido la noche anterior a la presentación”, recordó Tibusch. “Sin embargo, este estrés combinado con una buena dosis de pasión nos obliga a dar lo mejor de nosotros mismos”, matizó.
A Gustavo Lins aquello que más desasosiego le causa es que las modelos llegan a la ciudad cuatro días antes del evento, y hay poco margen de tiempo para ajustar y arreglar las prendas a sus figuras.
“Afortunadamente, mi equipo me acompaña también en el ‘backstage’ y me ayuda con los retoques de última hora”, indicó este brasileño.
El destino de estas prendas que tanto camino han recorrido es el armario de las consumidoras, en su mayoría asiáticas y europeas, que cada año gastan alrededor de 15.000 millones de euros (20.250 millones de dólares) en la alta costura francesa, según indica la Federación francesa de la Costura y el Pret-à-porter.